Sin miedo a los defectos
Un vino no es solo “malo” porque está mal hecho, hace falta que el cliente entienda el porqué y sepa juzgar los que dan la talla. Pues serán sus bebedores (no sólo la opinión de los críticos) los que premiaran los que lo merecen haciendo que la calidad general del mercado siempre vaya in crescendo.
Según el seminario que he seguido en Outlook Wine impartido por Antonio Palacios, doctor en microbiología enológica, los “problemas” más frecuentes aparecen durante la etapa de crianza y conservación, causando: proliferación de bettranomyces u otros organismos contaminantes, subproductos de bacterias lácticas y defectos relacionados a los recipientes. Errores químicos que a veces se detectan a primera vista (como la refermentación), algunos por los aromas (como el etillfenol que huele a cuadra) y otros con el cambio a nivel táctil (esa sospechosa rugosidad).
El gusto de luz se nota más en boca que en nariz con un final de sensación metálica. El olor a corcho ocuparía un 27% de los vinos con fallos organoléptico, aunque como porcentaje lo que más encontramos son problemas de reducción. Hay deficiencias que a fuerza de verlos (y olerlos) pueden hasta parecer atractivos como la peca de Cindy Crawford. Aunque si solo viéramos la peca o la pusiéramos en la cara de otra persona nos parecería de todo menos bonita. Como pueden ser las pirazinas por falta de maduración en variedades como el Sauvignon Blanc, el Cabernet Sauvignon o el Riesling que dan ese carácter marcado vegetal de espárrago o pimiento verde. “Si lloras porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejaran ver las estrellas”.
La pregunta clave sería “¿te huele bien o te huele mal?”. El consumidor no es ningún mutilado sensorial y decide lo que compra. Dicen que lo malo siempre es más fácil de creer y siempre somos más sensibles a las notas que pueden prever una pequeña toxicidad. En la vida todo se puede aprovechar, y de los errores es de lo que más se aprende.
Meritxell Falgueras
Foto: Flickr – Jenny Downing